Camino cámara en ristre. Lo grabo todo, lo edito, lo atesoro. Son ellos, ellas, quienes cuentan las cosas, los que van recreando su paisaje vital. Parecen otros, parecen yo, parecen cualquiera. Se paran, miran, empiezan susurrando y terminan a gritos contando lo que gusta y lo que duele, lo que avergüenza, lo que hace reír, los arrepentimientos, los deseos, lo que ya no, lo que ahora sí, lo que han aprendido, lo que han olvidado. Se dibujan muy cuidadosamente, trabajan su perfil acomodados en el diván de la escucha y son cada uno, cada una, con esas líneas que saben a diferencia, que les dan ese aroma especial fruto de las esencias que han ido destilando, la gota perfecta que sólo deja manar su filtro.
Veo en mis grabaciones, con total nitidez, verbos reconocidos y al mismo tiempo me conmueven propósitos ingenuos, destinos improbables... Hay esquinas borrosas, tomas falsas, ángulos escondidos.
Me concentro en las voces y escucho las palabras:
amor, felicidad, belleza,
pérdida, miedo, hijos,
pesadillas, rupturas, casas,
gatos, trabajo, ayer,
mañana, sueño, suelo, cama
maleta, mundo, gente...
Giro la cámara y empiezo mi relato. Construyo mi vida como un puzzle con piezas de las vuestras.